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Rocío Jurado
De la mujer al mito
Por Daniel Pérez - Redactor de la Voz de Cádiz.
Un año después de la muerte de Rocío Jurado, España recuerda con pesar la desaparición de la gaditana, una de las principales figuras de la canción de la segunda mitad del siglo XX.
Aquel 1 de junio, lento, quieto, sin un solo golpe de brisa que avivara las calles de Chipiona, se cumplieron todos los malos presagios, se apagaron los fandangos cabales, se oscureció la risa libre y el metal precioso de la voz de Rocío Jurado. La copla dulce -el quejío hondo- pasó de mujer a mito, y la noticia, que se hizo fuerte en los mentideros rosas, congregó a sus paisanos a las puertas del Santuario de la Virgen de Regla, prendió primero en las peñas patriarcales, en las tascas añejas y en los patios de vecinos, recorrió luego las avenidas y los bulebares, hasta llenar con su eco gris cada rincón de España. La más grande había perdido la batalla.
La odisea comenzó el 30 de julio de 2004. Tras ser intervenida durante más de nueve horas en el Hospital Montepríncipe de Madrid, en un intento desesperado por contener la expansión del cáncer de páncreas que padecía, los medios azuzaron el rumor de que su mal era ya irremediable. El país se enteró por los voceros frívolos del periodismo sucio, enzarzados en una feroz competición de blandenguerías cruzadas, estulticias y dramatismos que acabó enturbiando el medido respeto con que sus admiradores habían recibido, de entrada, el diagnóstico.
Rocío, harta de las cábalas públicas que jugaban a acertar la fecha de su muerte, convocó una rueda de prensa y, en un alarde de coraje que da la medida exacta de su grandeza como persona, anunció el avance de su tumor y su firme propósito de plantarle cara.
Llamó a las cosas por su nombre, sin eufemismos, sin rodeos, pero tampoco quiso convertir su drama personal en una tragedia griega y, prescindiendo de histrionismos forzados y aspavientos de telenovela, se plantó en medio del círculo de albero, puso el capote en redondel y citó al destino. Sobria, seria, firme, como una noche por soleá. La gaditana no dejó que el desánimo se apoderara de ella. Echó el resto, tal y como confesó ante millones de espectadores en la última entrevista que concedió a Jesús Quintero. «Yo no me voy sin pelear», dijo, con la misma altivez con que sabía subirse a un escenario, demostrando que la diva era un reflejo recto de la persona, que no había imposturas ni maquillajes en su gesto suficiente, en su manera de enfrentar la copla y la vida. «Es lo que toca», sentenció. Y Quintero, por primera vez en mucho tiempo, tragó saliva.
Se iría de este mundo -hay quien dice que ya lo sabía-, pero no sin hacer todo lo humanamente posible por ganarle la partida a la fatalidad. Lucha, lucha, lucha, rezaba el estribillo de una de sus canciones, convertida en el himno orgulloso de su resistencia, en el estandarte armonizado con el que conjurar al desánimo. No pudo despedirse de su gente en el Pemán, porque un dolor punzante y premonitorio le impidió estar, por última vez, en la Tacita de Plata. Fue signo y síntoma de que el cáncer apuntalaba sus intenciones y de que Rocío, por más que mantuviera la mueca impasible de quien se aferra a la existencia con los arneses de la normalidad, desfallecía. Aceptó ingresar en Houston.
Triste espectáculo
Su agonía se convirtió entonces en un triste espectáculo de bufones, ponzoñas y tremendismos. Los reporteros del corazón, -que habían dejado el suyo en casa, a pie de nómina-, firmaron a coro una de las páginas más vergonzosas de la historia mediática de este país. La necesidad de llenar la escaleta obligó a disfrazar de noticias lo que no eran más que rumores, especulaciones, infamias, cuchicheos y ruido. Antes de que Rocío recibiera una quinta parte del tratamiento, los contertulios intoxicados hacían ya sus macabras quinielas, comentaban los detalles del sepelio y aventuraban los pormenores de su testamento. El veneno pudo más que la vergüenza. Nadie ha pedido perdón.
Las tres compañías con las que había grabado se reunieron para editar Señora, la antología más completa de la cantante, con 36 temas y 16 de sus mejores actuaciones.
El Ayuntamiento de Chipiona le concedió la Medalla de Oro de la Villa. El de Cádiz ya la había nombrado hija adoptiva de la ciudad. Recibió el homenaje del XIV Festival de la Yerbabuena de Las Cabezas de San Juan. Televisión Es-pañola improvisó una gala especial. Todo olía ya a lamento y a despedida.
Su tierra se volcó con ella en la recta final de su vida, quizá con la idea de devolverle una pequeña parte de todo lo que Rocío le había entregado, profesional y personalmente. Ejercía de chipionera, gaditana, pregonera, andaluza y española por derecho, de una forma natural. Durante el rodaje de La Lola se va a los puertos, exigió que en la película se escuchara el Himno de Andalucía, a pesar de que no estaba contemplado en el guión. Según cuenta Antonio Burgos, «no se podía ser más de su gente». Con el arreglo por tarantos de Jesús Bola acabó el cuadro. Andaluces, levantaos.
Y los andaluces se levantaron el 1 de junio de 2006 para decirle adiós. Rocío murió a las 5.15, acompañada por su esposo, familiares y amigos. La capilla ardiente, visitada por miles de personas, se instaló a media mañana en el Centro Cultural de la Villa de Madrid -el mismo lugar donde estuvo la de Lola Flores-. España perdió una gran mujer, una gran artista, y ganó un mito incontestable.
Poco tiempo antes, cuando regresó por última vez de Houston, Juan de la Rosa, inseparable amigo, dijo a su familia: «Ya está aquí Rocío Jurado: ya ha llegado la primavera». Como no podía ser de otra forma, la cantante volvió a Chipiona para ser enterrada en las postrimerías de su estación. Las briosas extensiones de flor cortada le ofrecieron al cortejo fúnebre su color desatado. El pueblo se unió en un clamor unánime. Paisanos y admiradores llegados de toda España despidieron a la voz de la copla. Los Marismeños entonaron la Salve Rociera. Costaleros de la Virgen de Regla portaron el féretro hasta el cementerio, y sólo entonces, una vez consumado el protocolo, el caudal de gente se aplacó, y le tocó el turno al recogimiento y al dolor personal, al sufrimiento íntimo que no entiende de planos a contraluz y sonido ambiente. El más fuerte. El más difícil.
Para quienes la quisieron, este año ha sido un año dedicado al recuerdo. A pesar de la saña bufa con el que los buitres catódicos están conmemorando el aniversario de la muerte de la cantante, sus amigos y familiares han optado por hacer acopio de anécdotas y chascarrillos, golpes de gracia y notas de humanidad que la definen más allá de los torpes despropósitos con los que intentar pervertir su imagen en los programas del colorín. Frente a tanta inmundicia, Paco Cepero, amigo y compositor de Rocío Jurado, recomienda: «Apaguen la tele. Pongan sus discos. Y, si de verdad lo sienten, llórenla».
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